El lugar donde las máscaras caen
El lugar donde las máscaras caen
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Las luces parpadean, el humo sube, y en la pista, alguien con orejas de conejo baila junto a un sujeto disfrazado de astronauta. No, no estás soñando ni en el rodaje de una película ochentera: lo que estás viviendo sucede dentro de un antro exótico donde la cordura pide permiso. Un sitio donde el sentido común no fue invitado y la locura lleva tacones de colores.
Estos templos del exceso son portales que conectan el caos con el gozo. Ni son comunes, ni buscan serlo. En este tipo de fiesta, lo incoherente se vuelve arte y lo ridículo, estilo.
Para captar la esencia, lo primero es sacarse de la cabeza la escena cliché de luces de colores y reguetón retumbando. Obviamente, esos ingredientes pueden formar parte del cóctel, pero en este universo, hay mucho más que beats pegajosos y tragos de colores.
Por ejemplo, en Tokio, existe una disco donde los meseros son robots. Literalmente. Los brazos mecánicos te entregan tu bebida favorita mientras una drag queen desata su voz lírica montada sobre una serpiente de luces danzantes. ¿Típico? Cero. ¿Inolvidable? A niveles cósmicos.
Otro ejemplo extravagante es una cueva en Ibiza. No es una metáfora. Allí, entre estalactitas naturales, verás a un DJ mezclando deep house mientras un chamán invoca espíritus con humo de salvia. Puro misticismo electrónico.
Lo curioso es que este tipo de lugares atrae gente de todo tipo. Desde el típico turista en sandalias hasta un magnate con lentes oscuros a las 2 de la mañana. El único requisito es ser parte del caos y no juzgarlo.
Y por supuesto, el diseño del lugar también tiene su protagonismo. ¿Mover el cuerpo mientras un velociraptor cuelga sobre tu cabeza? ¿Compartir selfies con una llama disecada y un candelabro de tentáculos? Todo vale. Y compañera radiante cuanto más extraño, más elegante.
Podrías pensar que solo los influencers con filtros activados y los viajeros con exceso de presupuesto visitan estos rincones. Pero sorpresa: eso no es cierto. El público es tan variado como el vestuario en la pista.
Están los que aparecen por accidente y salen fascinados. Dijeron “es solo un rato” y terminaron contando la historia en tercera persona de lo surreal que fue.
También están los que buscan algo distinto, más allá de lo típico. No están ahí por hits comerciales, sino por el momento exacto en que un mimo actúa Freddie Mercury sin hablar.
Y claro, los que consideran lo bizarro como estilo de vida. Su álbum no tiene fotos: tiene delirios certificados. Si hay una fiesta temática de “invasión marciana” con bebidas fosforescentes servidas en probetas, ya tienen el boleto comprado antes de que exista.
¿Y qué hacen ahí? De todo. Bailan con frutas antropomórficas, se rayan con tinta luminosa y reciben tormentas de burbujas en plena copa. Es una combinación mágica de ritual performático, desfile electrónico y fiesta indie de otro planeta.
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